Este es el discurso que el Papa Juan Pablo II dirigió a
los jóvenes, durante su reciente visita a España.
“Queridos jóvenes: La Gracia de Dios debe brillar, en
adelante, en sus vidas, así como brilló en María, la llena de
Gracia.
En esta vigilia, han deseado, adecuadamente, meditar
sobre los Misterios del Rosario, poniendo en práctica las antiguas máximas
espirituales: “A Jesús, por María”.
Sin duda alguna, en el Rosario, aprendemos de María, a contemplar la
belleza del Rostro de Cristo, y a sentir la profundidad de Su Amor.
Por consiguiente, al empezar esta oración, volteemos
nuestras miradas a la Madre del Señor, y pidámosle que nos guíe a Su Hijo
Jesús.
“¡Reina del Cielo,
regocíjate!
Pues Cristo, a quien mereciste llevar en Tu Vientre, ha
resucitado.
¡Aleluya!”
(Después de la oración del Rosario, el Santo Padre
continuó hablando).
Conducidos de la mano de la Virgen María y acompañados
por el ejemplo y la intercesión de los nuevos Santos, hemos recorrido en la
oración diversos momentos de la vida de
Jesús.
En efecto, el Rosario, en su sencillez y profundidad, es
un verdadero compendio del
Evangelio y conduce al corazón mismo del mensaje cristiano: “Tanto amó
Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no
perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn
3,16).
María, además de ser Nuestra Madre cercana, discreta y
comprensiva, es la mejor Maestra para llegar al conocimiento de la verdad a
través de la contemplación. El drama
de la cultura actual es la falta de interioridad, la ausencia de
contemplación. Sin interioridad la cultura carece de contenido, es como un
cuerpo que no ha encontrado todavía su alma.¿Qué puede hacer la humanidad sin
interioridad?
Lamentablemente, conocemos muy bien la respuesta. Cuando falta el espíritu de contemplación no
se defiende la vida y se denigra todo lo humano. Sin interioridad, el
hombre moderno pone en peligro su misma integridad.
Queridos jóvenes, los invito a formar parte de la
“Escuela de la Virgen María”. Ella es modelo insuperable de contemplación y
ejemplo admirable de interioridad fecunda, gozosa y enriquecedora. Ella les
enseñará a nunca separar la acción, de
la contemplación, contribuyendo así a hacer realidad un gran sueño: el
nacimiento de la nueva Europa en el espíritu. Una Europa fiel a sus raíces
cristianas, no encerrada en sí misma sino abierta al diálogo y a la
colaboración con los demás pueblos de la tierra; una Europa consciente de ser
llamada a ser faro de
civilización y estímulo de
progreso para el mundo, decidida a combinar sus esfuerzos y su
creatividad al servicio de la paz y de la solidaridad entre los
pueblos.
Amados jóvenes, saben bien cuánto me preocupa la paz en
el mundo. La espiral de la violencia, el terrorismo y la guerra provoca, todavía
en nuestros días, odio y muerte. La paz, como sabemos, es ante todo un don de lo Alto que debemos pedir con
insistencia y que, además, debemos construir todos juntos, mediante una
profunda conversión interior. Por eso, hoy quiero alentarlos a trabajar por la
paz y ser artesanos de la paz. Respondan a la violencia ciega y al odio inhumano
con el poder fascinante del amor. Venzan la enemistad con la fuerza del
perdón. Manténganse lejos de toda forma de nacionalismo exasperado, de
racismo y de intolerancia. Den testimonio con sus vidas que las ideas no se imponen, sino que se proponen. ¡Nunca se dejen
desalentar por el mal! Para esto, necesitarán la ayuda de la oración y el
consuelo que brota de una amistad íntima con Cristo. Sólo así, viviendo la
experiencia del amor de Dios e irradiando la fraternidad evangélica, podrán ser
los constructores de un mundo mejor, auténticos hombres y mujeres pacíficos y
pacificadores.
Mañana tendré la dicha de proclamar cinco nuevos Santos,
hijos e hijas de esta noble Nación y de esta Iglesia. Ellos “fueron jóvenes como
ustedes, llenos de energía, ilusión y ganas de vivir. El encuentro con Cristo
transformó sus vidas. Así, fueron capaces de atraer a otros jóvenes, amigos
suyos, y de crear asociaciones de oración, evangelización y caridad que aún
perduran”.
Queridos jóvenes, ¡vayan con confianza al encuentro de
Jesús! y, como los nuevos Santos, ¡no
tengan miedo de hablar de Él!, pues Cristo es la respuesta verdadera a
todas las preguntas sobre el hombre y su destino. Es preciso que ustedes, los
jóvenes, se conviertan en apóstoles de
sus compañeros. Sé muy bien que esto no es fácil. Muchas veces tendrán la
tentación de decir como el profeta Jeremías: “¡Ah, Señor Dios! Mira que no sé
expresarme, pues sólo soy un muchacho” (Jr 1,6). No se desanimen, porque no
están solos: el Señor siempre los acompañará con Su Gracia y el don de su
Espíritu.
La presencia fiel del Señor los hace capaces de asumir el
compromiso de la nueva evangelización, a la que todos los hijos de la Iglesia
están llamados. Es una tarea para todos. En ella, los laicos tienen un papel principal,
especialmente los matrimonios y las familias cristianas. Sin embargo, la
evangelización requiere hoy, con urgencia, sacerdotes y personas consagradas.
Ésta es la razón por la que deseo decir a cada uno de ustedes, jóvenes: si
sientes la llamada de Dios que te dice: “¡Sígueme!” (Mc 2,14; Lc 5,27), no la silencies. Sé
generoso, responde como María ofreciendo a Dios el “sí” gozoso de tu persona y
de tu vida.
Les doy mi propio testimonio: yo fui ordenado sacerdote
cuando tenía 26 años. Desde entonces han pasado 56 años. Entonces, ¿cuántos años tiene el Papa? ¡Casi
83! ¡Un joven de 83 años! Al volver la mirada atrás y recordar estos años
de mi vida, les puedo asegurar que vale la pena dedicarse a la causa de
Cristo y, por amor a Él, consagrarse al servicio de la humanidad. ¡Vale
la pena dar la vida por el Evangelio y por los hermanos!
¿Cuántas horas tenemos hasta la medianoche?
Tres horas. Apenas tres horas hasta la medianoche y después viene la
mañana.
Al concluir mis palabras quiero invocar a María, la
estrella luminosa que anuncia el Sol que nace de lo Alto:
Jesucristo.
¡Dios te salve, María, llena de gracia!
Esta noche, te
pido por los jóvenes de España,
jóvenes llenos de sueños y
esperanzas.
Ellos son los centinelas del mañana,
el pueblo
de las bienaventuranzas;
son la
esperanza viva de la Iglesia y del
Papa.
Santa María, Madre de los jóvenes,
intercede para que
sean testigos del Cristo
Resucitado,
apóstoles
humildes y valientes del tercer milenio,
heraldos generosos del
Evangelio.
Santa María, Virgen Inmaculada,
ora con nosotros,
ora por nosotros.
Amén
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